No hay palabras para
describir la extensión del fenómeno migratorio en proceso: adonde quiera que se
viaje, uno se encontrará con venezolanos que, en los años recientes, han salido
del país para proteger y salvar sus vidas.
No hay palabras para describir la extensión del fenómeno
migratorio en proceso: adonde quiera que se viaje, uno se encontrará con
venezolanos que, en los años recientes, han salido del país para proteger y salvar
sus vidas. La dimensión geográfica de lo que viene ocurriendo, escapa a
cualquier previsión. No se limita a los destinos más recurridos como Colombia,
Panamá, Estados Unidos, Chile, España, Ecuador, Chile, República Dominicana,
Australia, Méjico, Argentina, Perú y otros. Ahora mismo hay venezolanos que se
han instalado en países con los que nunca hemos tenido vínculos, muchos de los
cuales viven en ciudades y pequeños pueblos, de los que nunca habíamos tenido
noticias.
Las razones por las que casi dos millones de personas se han
marchado del país, pueden describirse de múltiples formas: para buscar
oportunidades de estudio o trabajo; para escapar del espectáculo de destrucción
del país; para evitar los humillantes padecimientos de la vida cotidiana; para
impedir que la persecución política los condujera a una prisión. Pero en todos
está la cuestión fundamental de la inseguridad: lo más real, lo más apremiante,
el motor decisivo de la decisión de marcharse a otro país, por encima de
cualquier otra consideración, es la de escapar de la violencia delincuencial.
Los venezolanos se han marchado para evitar la pena de muerte aleatoria que ha
tomado las calles de Venezuela.
En su conjunto, se trata de una historia dolorosísima.
Apenas una minoría, haciendo uso de sus ahorros, ha logrado crear un negocio o
establecer una actividad profesional. Unos pocos han encontrado un empleo
acorde a sus capacidades. Hay jóvenes cuyos méritos les han permitido obtener
una beca para hacer estudios de postgrado. Pero en el reverso de estos casos
satisfactorios, hay otros, la inmensa mayoría, que son de sacrificio,
dificultades y dura sobrevivencia.
Un abogado que tenía una próspera actividad profesional
trabaja en un aeropuerto plastificando maletas. En una estación de servicios,
todos los empleados son venezolanos: todos eran técnicos agrícolas que se
desempeñaban en Agroisleña. Una reputada y extraordinaria médico venezolana,
oncóloga especialista en niños, prepara comidas a domicilio. El que era
accionista de una finca en la cría de cerdos, en las afueras de Maracay, vive
de retirar y entregar alfombras para una tintorería especializada. Y así: no
hay lector de este espacio que no tenga una historia, propia o de un familiar o
de un amigo, que no sea una historia de sobrevivencia. A cambio de una mínima
garantía de vida, casi dos millones de venezolanos han trastocado sus
existencias por unas realidades de subempleo o desempleo, de familias dispersas
en distintas partes del mundo, de aislamiento emocional y creciente desconexión
con el país.
«El fenómeno de la
migración venezolana no cesa. Hay países y ciudades donde los venezolanos
comenzamos a ser molestos»
El fenómeno de la migración venezolana, no ha cesado. Todos
los días, más y más personas pierden la batalla y se marchan. Hay países y
ciudades, donde los venezolanos comenzamos a ser molestos. Motivo de
preocupación para las autoridades locales, por la cantidad. No solo han
emigrado personas de talento, que son acogidas con respeto y entusiasmo, sino
también otras que tienen dificultades para adaptarse a realidades sociales y
culturales tan distintas a la nuestra.
Este vasto y terrible fenómeno es un producto deliberado. El
Estado, consagrado en buena medida a ilícitos y prácticas delictivas, ha sido
cómplice del auge de la delincuencia. Y no me refiero solo a las crecientes
denuncias que establecen lazos entre el narcotráfico internacional y
autoridades venezolanas; entre la narcoguerrilla colombiana y autoridades
venezolanas; entre las mafias contrabandistas y autoridades venezolanas; sino a
una cuestión todavía más candente, que son las bandas paramilitares las que,
bajo el disfraz de exhibirse como colectivos revolucionarios, delinquen con
total impunidad. Matan como viene ocurriendo en la parroquia caraqueña del 23
de enero. Impiden la presencia policial o militar en sus cotos.
Tras esta situación terrible, queda un país plagado de
preguntas. ¿Venezuela ha perdido esos talentos que huyeron para salvar sus
vidas o hay alguna probabilidad de que, al menos una parte, regrese a
participar en la reconstrucción del país? ¿Estamos corriendo el riesgo de que
nuestros compatriotas empiecen a ser víctimas de conductas discriminatorias y
violentas, en aquellos lugares donde su número comienza a ser molesto? Y en
Venezuela, ¿hasta dónde llegará la alianza entre delincuentes y uniformados,
ahora que cada día hay más civiles a los que le han sido otorgadas atribuciones
relativas a la seguridad en las comunidades? ¿Será posible que en el más alto
nivel del gobierno haya personas, como sostienen algunos expertos, preparando
estructuras y redes para ampliar su participación en el negocio del
narcotráfico?